El concepto de autogestión emerge en el debate político y en la reflexión de las ciencias sociales a partir de la década de 1950, asociado a las experiencias entonces novedosas de los kibutzim en Israel, del modelo económico desarrollado en Yugoslavia tras el rompimiento con la Unión Soviética y más adelante, al comenzar los años 60, de iniciativas análogas en lugares como Argelia y Tanzania. Desde ese entonces, ha ido ganando peso como un tema importante a la hora de proponer y discutir formas de organización social y económica, lo que se explica tanto por los fracasos evidentes, o inconvenientes crónicos, de los modelos organizacionales que favorecen la concentración autoritaria de poder, como por lo atrayente de su enfoque radicalmente alternativo en cuanto a las posibilidades de racionalizar funciones y estructuras de la vida en colectivo, reclamando nada menos que romper con las tradicionales pautas de dominio jerárquico dentro de las instituciones, propugnando una distribución horizontal del poder, que conlleva un incremento de la participación y compromiso de los individuos con la tarea colectiva y un ejercicio de la libertad responsable.
Al ahondar en este tópico, sus raíces históricas, sus implicaciones teóricas y sus posibilidades prácticas, se ha hecho evidente que la autogestión –si bien bajo otras denominaciones– era un principio inseparable a lo que, desde mediados del siglo XIX hasta hoy, han sido las ideas y prácticas del anarquismo o socialismo libertario. Es por ello que, dando continuidad al esfuerzo de investigación que venimos realizando sobre la filosofía y práctica socio-histórica del anarquismo, consideramos necesario discutir conceptualmente la autogestión, meta y metodología en la propuesta libertaria1 para el presente y el futuro, a la que estas reflexiones aspiran a contribuir.
Sin embargo, la autogestión no es propiedad de los libertarios en cuanto bandera política, sino un carácter del ser humano, que se refleja a lo largo de toda la cultura occidental, aunque siempre reprimido por casi todos los modelos de institucionalización de la vida colectiva, especialmente las formas estatales. Para citar un autor, que nadie puede calificar de anarquista ni siquiera remotamente, recordemos cómo Aristóteles diferenciaba al hombre libre del esclavo. Dice el estagirita: “el que siendo hombre no se pertenece por naturaleza a sí mismo sino que es un hombre de otro, ése es por naturaleza, esclavo”2. Objetamos que se pueda ser esclavo por naturaleza, pero también Aristóteles reconoce que hay esclavos por ley, que son los dominados por la fuerza y a quienes los vencedores les imponen su dominio, como es el caso de nuestro tiempo3. Pero lo que hemos de destacar es que ya uno de los padres del pensamiento occidental señalaba que lo propio del hombre libre es ser autónomo, no pertenecer a otro, ser por sí y en sí, ser la sustancia de la propia existencia. Y ser autónomo no es otra cosa que tener la posibilidad de autogestionar su vida, que se traduce en autogestionar su trabajo, sus acciones, sus metas en el seno del colectivo al que se pertenece. De manera que bien puede decirse con Aristóteles que la autogestión es inherente a la libertad de un ser humano que se considera como tal y una condición para su plena realización.
Si bien el término mismo de “autogestión” aparece a mediados del siglo XX, el sentido más específico que ha adquirido, con el correr del tiempo, expresa dos ideas cardinales desde el siglo XIX para el socialismo libertario, en el afán de concretar la autonomía del individuo: el concepto de autogobierno, según el cual todos nosotros podemos prescindir de la burocracia y del Estado en la gestión social; y la propuesta de la colectivización, como mecanismo mediante el cual los trabajadores tomarían en sus manos el control directo de los medios de producción4. A partir de estas concepciones originarias, es importante apuntar que, para el anarquismo actual, el debate sobre la autogestión va mucho más allá de las ideas clásicas, pues resulta esencial adecuar la propuesta libertaria a las condiciones de hoy, resaltando además sus matices distintivos y positivos frente a los malentendidos e inexactitudes que parecen multiplicarse en la medida que este tema va generando un interés más amplio.
¿Qué es la autogestión?
Teniendo en consideración las ideas esbozadas, propondremos un núcleo central de definiciones, en base a lo que diversos autores contemporáneos han percibido como la concepción anarquista de la autogestión para centrar el tratamiento del tema en el aspecto social de la autogestión.
Para el ideal ácrata, la autogestión es un proyecto o movimiento social que, aspirando a la autonomía del individuo, tiene como método y objetivo que la empresa y la economía sean dirigidas por quienes están directamente vinculados a la producción, distribución y uso de bienes y servicios. Esta misma actitud no se limita a la actividad productiva de bienes y servicios sino que se extiende a la sociedad entera, propugnando la gestión y democracia directa como modelo de funcionamiento de las instituciones de participación colectiva.
Examinemos lo anterior con detenimiento a fin de señalar los aspectos distintivos. La autogestión se opone a la heterogestión, que es la forma de conducir las empresas, la economía, la política o la sociedad desde fuera del conjunto de los directamente afectados. Cuando decimos fuera nos referimos a que no es el conjunto el que asume la dirección sino un sector, que se aparta de la totalidad para usarla en su propio beneficio, como ocurre habitualmente en el mundo contemporáneo en el que el capital asume el control en su provecho. Tal es el caso en las empresas y la economía cuando las dirige el Capital, pero similar sucede en la política con los partidos o en la sociedad con el Estado. Esta distorsión se manifiesta en que este dominio heterogestionario se ejerce siempre mediante el poder, cuando no directamente por la violencia, y no con argumentos, ni razones valederas, ni consensos.
La autogestión es un proyecto o movimiento, es decir, no es un modelo acabado. Su estructura, organización y, aun su existencia, es y será fruto del deseo, el pensamiento y la acción de los miembros del grupo involucrado (una fábrica, una finca, una escuela, o la sociedad toda) sin preconceptos ni imposiciones, como también lo serán las modalidades que pueda tomar en cada caso.
La autogestión a la que nos referimos es social, no individual, pues aunque su meta es el individuo, no lo entiende en su carácter aislado sino como un ente que con-vive con sus iguales, de los que depende y que, a su vez, también dependen de él. En este sentido, la gestión la entendemos como la tramitación de diligencias para un asunto de interés individual y colectivo, lo que siempre implica la participación de más de una persona. Es claro ver que, si esta gestión se realiza en el seno de un grupo que persigue fines compartidos, mediante acuerdos internos y con otros grupos, sin coacciones exteriores, entonces para nada se afecta la libertad individual, permitiendo que un compromiso se alcance no sobre la base del sometimiento sino en autonomía responsable.
La autogestión es método y objetivo, es decir, su fin es ella misma en tanto plena participación del individuo en el conjunto social, asumiendo en forma directa y colectiva la marcha de su grupo y la única forma de lograr la autogestión es mediante la ejecución de acciones autogestionarias, mediante la práctica de la autogestión. Lo que queremos decir con esto es que la autogestión es como aprender a leer, lo cual únicamente es posible leyendo. No hay un patrón previo que nos lleve a la autogestión excepto su propio ejercicio en el seno de un colectivo. Volviendo a nuestro ejemplo de la lectura, no hay nada más inútil que un libro para aprender a leer, porque si no se sabe leer, no sirve y, si ya se sabe leer, tampoco, porque a leer se aprende leyendo y a autogestionar nuestros asuntos, autogestionándolos, y tampoco hay recetas para alcanzarla, aunque cometamos errores en la vía. Si a ver vamos, siglos de heterogestión no han logrado todavía que los aciertos sean más que los errores y no parece que se logre en el futuro.
Se mencionaron dos aspectos, social y económico, y en este último hay dos niveles: microeconómico y macroeconómico. En el nivel microeconómico, y ejemplificando con cualquier empresa productora de bienes o servicios, la organización autogestionada existiría cuando la dirección esté en manos de los trabajadores y no en manos exclusivas de los dueños, sean privados o el Estado. En el nivel macroeconómico, lo anterior se traduce en la pérdida de peso del Capital (privado o estatal) en las decisiones económicas, siendo los trabajadores y sus intereses colectivos quienes adquieren preponderancia y responsabilidad; creando para ello, que seguramente será necesario, nuevos sistemas de organización para la sociedad entera.
Dado el carácter social de la autogestión, entonces no podemos pensar que una dada empresa o asociación esté aislada de las acciones e intereses de otras complementarias y del conjunto en su totalidad. De manera que con ellas se han de establecer relaciones, seguramente regidas por los mismos patrones que rigen las relaciones en el interior de cada una, conformando el conjunto un modelo macroeconómico que, a diferencia de los actuales (sean pseudo-socialistas o capitalistas) no esté desligado de los empeños de todos y cada uno de los individuos, sin importar su particular ubicación en el contexto colectivo. Al contrario, lo refleja y traduce. Por supuesto que esto encierra la idea de un gran dinamismo, ya que los medios y metas serán variables de acuerdo a las cambiantes circunstancias y decisiones, pero fácilmente armonizables si a todos los anima el mismo espíritu de bienestar colectivo.
Extender la autogestión a la sociedad implica hacer desaparecer todos los centros de poder que ahora se reservan la gestión político-social, tales como las grandes corporaciones, los partidos políticos, las burocracias sindicales, el Estado, el Ejército, etc.; poniendo en manos de todos los miembros de la colectividad sus asuntos, sin intermediarios, sin dirigentes y dirigidos, organizándose de la manera que a buen saber y entender juzguen más adecuada. En este punto, como en el anterior, destacamos que, según hemos dicho antes y queremos reiterar, el proceso de autogestión se desarrolla autogestionando.
La imperiosa necesidad de dar lugar a nuevos modos de organización, hace que las fuerzas que tratan de evitarlo, como la burocracia sindical, los gobernantes demagogos, los empresarios, asomen otro concepto que los teóricos organizacionales enarbolan de cuando en vez y es el de cogestión. La cogestión es un modelo de participación caracterizado por la composición paritaria de las instituciones, especialmente en lo que se refiere a la toma de decisiones. En otras palabras, patronos y trabajadores participan en igual número en la dirección de la empresa (en el mejor de los casos), con la presencia de un hombre o agente “neutral” para resolver situaciones de empate. En general, este último papel se lo reserva el Estado.
Este sistema se inició en el proceso de reconstrucción de Europa luego de la Segunda Guerra Mundial, especialmente en Alemania, donde opera bajo pleno reconocimiento institucional desde 1976 y, en menor o semejante grado, en otros países. Sin duda que este modelo intenta controlar la emergente voz de los directamente involucrados en la gestión, que son los trabajadores, dándoles una participación en algunos aspectos de la marcha de los negocios, la política o las instituciones con el fin de estimular su esfuerzo y compromiso. Sin embargo, éste es un pañito caliente porque no resuelve lo que está en juego, pues ha de haber un cambio radical para solucionar los numerosos problemas derivados de la situación vigente. Ninguna modificación superficial puede contribuir a saldar los problemas de fondo. Mucho menos ciertas opciones, como las de cogestión patrono-estatal, que lo único que significa es la apropiación del capital privado por los detentadores de la fuerza de las armas que acompaña al dominio político de todo Estado, sin que en esto los intereses de los trabajadores y la población en general participen en lo más mínimo, aunque ello se proclame4.
La autogestión libertaria es algo muy diferente de la cogestión. Como dijimos, la cogestión es una forma de participación, es decir, tener parte en una cosa. Pero tener parte, en este caso, significa admitir una estructura de jerarquía preexistente en la empresa, la fábrica o la sociedad, permitiendo a los trabajadores un aporte a la dirección de algo que, en definitiva, no les pertenece. En la cogestión se cede inteligentemente una parte del poder absoluto para conciliar o superar fricciones entre empleados y propietarios, pero de ninguna manera se pone en duda quien manda, quien tiene la última palabra, quien es el dueño: el Capital, sea privado o estatal, nunca los trabajadores.
La autogestión no es participación. En la autogestión no hay dueño del capital, privado o estatal, que participe o permita que el trabajador coparticipe. Es la totalidad de miembros de una empresa la que asume su dirección y administración. No se trata de limitar el papel del “natural interés de los capitalistas” en la conducción de la empresa, sino de transformar radicalmente la manera de concebirla. Con la autogestión la empresa no tiene que desaparecer, ni perder eficiencia, ni dejar de contribuir a la satisfacción de sanas necesidades, ni desatender a las necesidades de insumos, producción, costos, régimen de beneficios, ni siquiera del capital, según lo determine. Lo que tiene que cambiar es el polo alrededor del cual giran sus intereses y el modo de alcanzarlos. Si parece imposible, es lo mismo que sucedió cuando Copérnico dijo que la Tierra giraba alrededor del Sol y no el Sol alrededor de la Tierra. Y resultó que así anduvo mejor la astronomía, aunque tardó más de un siglo en ser aceptado. Tampoco debemos olvidar que el capitalismo tardó unas cuantas centurias antes de que lograra desplazar los modos de organización social, política y económica que le antecedieron. Pero, para llegar, hay que empezar a caminar y, a caminar, se aprende caminando.
A esto se suma que la autogestión anarquista también pretende -o si se quiere es paralela a- una transformación total y radical de la sociedad, y no sólo de la empresa, porque se trata de otra versión de la revolución copernicana. En cambio, la cogestión es un sistema de participación que no tiene impedimento en coexistir con cualquier sistema político y adaptarse a cualquier organización social previa. La autogestión es un intento de modificar la organización social y la noción de política, poniendo en manos de todos y cada uno, de manera directa y sin intermediarios, todos sus asuntos.
Para redondear lo planteado, resulta pertinente citar en extenso un texto5 que enuncia una versión bastante perfilada de la propuesta libertaria, además de exponer lo que desde el anarquismo se entiende por revolución social y que puede servir como punto de partida para discusiones en torno a este tema:
Decálogo de la autogestión
1. Autogestión: No delegar el poder popular.
2. Armonía de las iniciativas. Unir el todo y las partes en un socialismo federativo.
3. Federación de los organismos autogestionarios. El socialismo no debe ser caótico, sino unidad coherente del todo y sus partes, de la región y la nación.
4. Acción directa: Anti-capitalismo, anti-burocratismo, para que el pueblo sea el sujeto activo de la historia, mediante la democracia directa.
5. Autodefensa coordinada: Frente a la burocracia totalitaria y a la burguesía imperialista, defensa de la libertad y el socialismo autogestionario, difundido mediante la propaganda por los hechos, no con actitudes retóricas.
6. Cooperación en el campo y autogestión en la ciudad: La agricultura se presta a una empresa autogestionaria, cuyo modelo puede ser el complejo agro-industrial cooperativo. En la ciudad, las industrias y los servicios deben ser autogestionados; pero sus consejos de administración han de estar constituidos por productores directos, sin ninguna mediación de clases dirigentes.
7. Sindicalización de la producción: El trabajo sindicado debe convertirse en trabajo asociado con sus medios de producción, sin burocracia ni burguesía dirigiendo patronalmente las empresas.
8. Todo el poder a las asambleas: Nadie debe dirigir en lugar del pueblo ni usurpar sus funciones con el profesionalismo de la política; la delegación de poderes no deberá ser permanente, sino en personas delegadas, no burocratizadas, elegibles y revocables por las asambleas.
9. No delegar la política: Nada de partidos, vanguardias, élites dirigentes, conductores, pues el burocratismo ha matado la espontaneidad de las masas, su capacidad creativa, su acción revolucionaria, hasta convertirlo en un pueblo pasivo, dócil instrumento de las élites del Poder.
10. Socialización y no racionalización de las riquezas: Pasar el papel protagónico de la historia a los sindicatos, las cooperativas, las sociedades locales autogestoras, los organismos populares, las mutualistas, las asociaciones de todo tipo, las auto-administraciones o autogobiernos, locales, comarcales, regionales y al co-gobierno federal, nacional, continental o mundial.
Condiciones para la autogestión
Hemos mencionado que la autogestión abarca un cambio en la sociedad, pero un cambio en la sociedad se funda en un cambio en los individuos que la conforman. Para ello queremos mencionar tres condiciones generales, aunque seguramente hay otras, que es necesario satisfacer en el camino de ir construyendo la autogestión. Debemos aclarar que no son condiciones para iniciar la autogestión, sino condiciones que estimamos hay que cumplir si queremos llevar la autogestión a los niveles de satisfacción, felicidad y éxito que estamos seguros que puede alcanzar.
La primera es que, si el cambio social es la autogestión, significa que el cambio en los individuos debe ser la autonomía, asumir la libertad del manejo de nuestros asuntos. Pero, a diferencia de lo que hoy se estimula precisamente para controlarla, la libertad implica responsabilidad en el contexto social. Por supuesto, no una responsabilidad impuesta sino autónoma, la que permite la conformación de una sociedad ética. Una sociedad en la que los individuos no sean libres sino dominados y gobernados jamás podrá conformarse como una sociedad ética. Por ello, aspirar a una sociedad regida por principios éticos, requiere que sus miembros sean libres y responsables. En el caso de la empresa, esto se traduce en que cada uno de los integrantes, aunque realice una tarea específica, debe interesarse en todos los aspectos que se incluyen, para tener una participación positiva que aporte al conjunto desde su particular punto de vista.
El segundo es uno de los más difíciles cambios a los que la autogestión obliga y es el reconocimiento de la autoridad en reemplazo de la relación de poder que rige actualmente. El poder lo podemos entender como el dominio que una persona ejerce sobre un objeto concreto, que puede ser también otra persona, o sobre el desarrollo de una actividad, mientras que la autoridad es la influencia moral que alguien tiene derivada de una virtud. Esta diferencia se manifiesta de varias maneras: el poder siempre es impuesto, la mayoría de las veces por la fuerza como único argumento, mientras que la autoridad es libremente reconocida; el poder tiende a concentrarse mientras que autoridad podemos tenerla todos si alcanzamos el ejercicio virtuoso de alguna actividad, como un médico en materia de salud, un carpintero en asuntos de madera, un campesino en el cultivo de la tierra o un filósofo en el pensar; el poder se toma, se apropia, agresivamente la mayoría de las veces, mientras que la autoridad se otorga, resulta del reconocimiento que otros le hacen a alguien de su virtuosismo como músico, como administrador, como mecánico o como panadero.
La participación de un individuo en un colectivo autogestionario, de manera tal que le permita lograr su autonomía, encierra, por un lado, la responsabilidad de adquirir alguna virtud -diríamos las más posibles, pero al menos una- mediante el estudio, la práctica, la preocupación y el esfuerzo necesario, al punto que le sea reconocida por los demás; y por otra parte la capacidad de reconocer la autoridad de los otros en los campos en que han desarrollado sus virtudes o pericias. Fácil es de apreciar que, si así fuera, el poder apoyado en la violencia y la agresión quedaría relegado, porque nunca la fuerza fue argumento suficiente para imponerse, a menos que se admita que se imponga. El abandono de las relaciones de poder y el reconocimiento de la valía y autoridad de todos y cada uno es condición para lograr la autogestión.
Finalmente, recuperar lo que Kropotkin bien señaló en el comienzo de las discusiones sobre el darwinismo y que hoy todos los estudios científicos han probado a plenitud, y es que el resultado de la consolidación de nuestra especie sobre la tierra, hasta alcanzar los niveles que actualmente tiene, es el resultado de la cooperación entre los seres humanos. El humano no es un animal violento por naturaleza, no hay en él un gen de la guerra ni tampoco es alguien que pueda hacerse solo, como reza algún malintencionado refrán. Cada uno de los adultos de la especie es el resultado de la colaboración y cooperación de otros adultos que permitieron que superara lo que es la más larga infancia que hay entre los animales. En consecuencia, la guerra, la competencia, el egoísmo, no son algo natural sino adquirido, precisamente a partir de la institucionalización de las relaciones de poder que rigen desde que comienza a imponerse en algunas sociedades la diferencia entre gobernados y gobernantes, hace unos 10.000 años. Recuperar el modelo de relaciones de ayuda mutua, solidaridad, simpatía, amistad, colaboración, que fueron predominantes durante las decenas de milenios anteriores (se estima que nuestra especie homo sapiens sapiens data de al menos 140.000 años atrás), es también condición para el éxito de la autogestión y que, a su vez, sólo su ejercicio puede hacer posible.
Utopía y autogestión
Históricamente, el capitalismo es un modo de producción que logró integrar a su lógica a todas las instituciones sociales, y a sus valores todas las diferentes culturas, en un proceso de homogeneización sin precedentes, que en los últimos tiempos se ha etiquetado bajo el término de globalización. Si en verdad no inventó los mecanismos de explotación y dominación, no es menos cierto que acentuando y separando irreversiblemente los roles sociales, circunscribiendo y empobreciendo la existencia de los productores ya víctimas de mecanismos de expropiación, el capitalismo manifiesta toda la negatividad tanto de la explotación económica, como de la dominación política y cultural, que se traducen en la creciente alienación de la humanidad.
Al respecto, y antes de proseguir, queremos dejar en claro que no reconocemos como auténticamente socialistas a los numeroso tipos de Estado que se han declarado tales, desde el nacionalsocialismo, pasando por la Unión Soviética, China, los socialismos democráticos europeos, hasta las variaciones tropicales de estos temas. Consideramos que no han sido sino versiones del capitalismo de Estado en los que la propiedad está tan alejada de la gente como en el capitalismo privado, así como los beneficios y el bienestar general, la libertad, o siquiera la igualdad ante la ley y se equiparan en el control, la manipulación y las frustraciones.
Las estructuras tecno-administrativas de la empresa capitalista contemporánea se caracterizan por su carácter burocrático y heterogestionario, donde los trabajadores, y habitantes en general, pierden toda posibilidad no digamos de control sino de participación sobre la producción y gestión del todo. De la misma manera, el llamado Estado de Derecho acaba usurpando para sí, o para su burocracia y sus especialistas de la representatividad electoral, todo papel decisorio, siendo los ciudadanos meros espectadores a quienes sólo se llama para sufragar por esas minorías. La ley, en caso de que se cumpla, deja de ser una salvaguarda de derechos o normativa de conductas, para convertirse en instrumento legalizador del dominio.
Ante la creciente presión por abandonar esta permisividad, las élites dominantes fraguan opciones que les permitan beneficiarse, y asoman invitaciones convocando a “participar” más ampliamente. Ciertas teorías del management contemporáneo, tienen como prédica central exaltar las virtudes de la participación, cooperación e iniciativa de los trabajadores, re-bautizados como colaboradores. Abolir la conflictividad social, principalmente en el aparato productivo, es consigna en boga para la dominación en la posmodernidad, a través de un corporativismo o de un paternalismo feudal que se etiqueta como “autogestionario”, “cogestionario”, “participativo”, mentando con la mismas palabras sistemas totalmente diferentes.
La autogestión libertaria nada tiene que ver con estas caricaturas. Los valores de autonomía, auto-organización, cooperación, solidaridad y apoyo mutuo fueron históricamente valores opuestos a los del capitalismo, y se manifestaron en el movimiento socialista originario, principalmente en la corriente anarquista. De esto dan cuenta las experiencias más ricas de la lucha social, partiendo de la Comuna de París en 1871, pasando por la Revolución rusa de 1917 y la Revolución española de 1936, hasta llegar al Mayo francés del 68. No es una técnica para aumentar la inversión de recursos o los beneficios empresariales gestionando con más sagacidad, ni pretende reglamentar a los trabajadores en líneas de producción –sea a la manera brutal de Henry Ford o con en el guante de seda de Toyota- u ocultar que la automatización y la robótica están liquidando la necesidad de intervención humana directa en la manufactura.
La división social del trabajo, propia del capitalismo y de las diversas modalidades de democracia, se ve en la necesidad de promover la ilusoria participación de todos, para obtener tres resultados: creciente productividad, legitimidad -combatiendo la indolencia que es una manifestación socialmente peligrosa- y minimizar la conflictividad. Es suficiente ver lo que acontece con el ausentismo, la baja productividad, el estrés y el sabotaje en muchas líneas de montaje industrial en donde se ha desatendido ese problema. En el campo político, los rituales de la participación tratan de evitar las consecuencias de que los gobernantes se elijan con muy bajos porcentajes de electores, pues ¿cómo legitimar entonces sus discursos y sus políticas?
En los movimientos sociales contestatarios, como opciones de rebeldía ante el Estado y ante los modos de articulación jerarquizada y despótica inherentes al capitalismo, puede constituirse un modelo de organización asentado en prácticas colectivas e igualitarias y en relaciones de solidaridad y cooperación voluntaria tal como hemos delineado, configurado por grupos auto-administrados, cooperantes y donde no tuviesen cabida el autoritarismo y la dominación.
Ciertamente que esa organización voluntaria y no jerarquizada exige empeño personal, participación y conciencia, al contrario de las instituciones autoritarias que recurren a compras de conciencia, sumisión y fraudes, desalentando al pleno desarrollo con pretextos de especialización, con la represión y violencia como amenaza o en los hechos. Si bien esto dificulta y retarda la creación y desarrollo de nuevas formas de organización autogestionaria, incluso por una temerosa resistencia a la innovación, la huella de los valores dominantes y la rutina que tienden a apartarnos de novedades que implican un trabajo arduo y permanente de renovación y compromiso solidario. Pero nadie ha comprobado que el crecimiento no implique esfuerzo, y más el crecimiento como personas.
¿Será entonces la autogestión -y más aún la autogestión generalizada- una posibilidad real? Para el anarquismo la respuesta es sí, ya que la explotación y la dominación, con la consecuente miseria y alienación, producen resistencias y se constata la presencia en la gente de imaginarios testimoniando el deseo de otra sociedad, que exprese diferentes modos de organización y de relación entre los seres humanos -aunque no siempre están claros cuáles- donde sea posible la superación del estado actual de cosas. Ciertamente que la ruta de esa alternativa social no es tan corta y lineal como algunos pensaban, o queremos, incluso porque la historia nos muestra cuánto está interiorizado en todas las clases y grupos sociales el fenómeno de la subordinación y alienación. Más aún en nuestra sociedad, masificada y paralizada por la ideología del consumo y del espectáculo, las deficiencias educativas y una estimulada indolencia a plantearse caminos alternativos. El individualismo posesivo tiene raíces culturales profundas -y hasta hay quien dice sociobiológicas– pero trae como consecuencia explotación, muerte, guerra y alienación. Sin embargo, apelamos a la mencionada contribución de Kropotkin, en ningún modo desmentida por la investigación científica posterior, evidenciando que uno de los factores decisivos de la evolución de las especies ha sido la cooperación entre sus miembros, lo que resulta especialmente visible en el caso de la trayectoria de la humanidad, que niega rotundamente este egoísmo como algo natural en el ser humano.
La cuestión reside en saber hasta qué punto las sociedades humanas son capaces de llevar adelante su proceso de aprendizaje histórico y de re-creación de las estructuras sociales; o si la fuerza conservadora de la inercia mezclada con las tramas autoritarias del poder y el miedo estimulado, pueden congelar la creatividad e insatisfacción humana que recorre la historia. El camino de la libertad (superación de la dependencia absoluta a la naturaleza y al otro, por tanto construcción de la autonomía), esa senda que los grupos sociales y los individuos buscan a través de la historia, exige el fin de las amarras de la explotación, de la dominación y de la alienación, potenciando una relación auténtica y profunda entre el individuo y los que lo rodean. Pero no es un hecho inexorable, es el resultado de una decisión y de llevarla a la práctica. Es tal el reto que deben superar los movimientos por el cambio, si no quieren perderse en el atajo de las concesiones secundarias con que el sistema de poder ha engatusado a sus antagonistas -en el pasado al sindicalismo y los partidos socialistas, hoy a los nuevos movimientos sociales-, que, en la mayoría de los casos, ha logrado hacerlos virar a clientes satisfechos de la explotación y dominación que previamente condenaban.
La organización autogestionaria -autónoma con relación al Estado, al Capital o cualquier otra instancia de poder dominante- es libre asociación por afinidad y amistad, cultivada en relaciones inter-personales desjerarquizadas, lo cual le brinda un enorme potencial como instrumento posible para el cambio social. Pero asumir esa concepción no pasa por la mera adopción de algunos vagos principios teóricos, sino por una verdadera práctica que ensaye formas de asociación que apunten a un modelo igualitario, autónomo y legitimado ante todos por la acción de todos, una simiente al menos, del proyecto de la razón utópica para la sociedad global. Un modelo de participación directa e interactiva, en el que puede haber delegación pero hecha en términos acotados, con metas definidas, tareas determinadas, durante plazos limitados, revocables en cualquier momento con una ineludible responsabilidad de los delegados, que rechace la burocratización y esclerosis administrativa de sindicatos, partidos políticos y movimientos sociales entumecidos en los formalismos, contribuyendo al enriquecimiento espiritual de cada participante7, creando una cultura alternativa, pilar de las nuevas relaciones colectivas y ruta para la re-creación de la estructura social.
Ese fue el rumbo que comenzó a ser transitado por el movimiento libertario -con sus sindicatos, ateneos, escuelas, colectividades- desde el siglo XIX, interrumpido trágicamente por una convergencia de fuerzas negativas en el primer tercio del siglo XX, pero que actualmente, tras el derrumbe del capitalismo de Estado en Europa del Este y con el capitalismo neoliberal evidenciando su incapacidad ante los problemas humanos esenciales, se está en hora de retomar con lucidez y esperanza, siguiendo las huellas que Martin Buber llamaba Caminos de utopía, que llevan a la autogestión generalizada.
Los anarquistas han soñado con, y a menudo han participado y concretado en, todo tipo de iniciativas específicas de autogestión, incluyendo un mejor aprovechamiento de la tierra, sistemas rotativos de trabajo, esquemas de socialización de la producción, administración colectiva de empresas, etc. Estas son una muestra de independencia y de la viabilidad de formas alternativas de intercambio económico, con un gran atractivo pero siempre exigiendo muchos esfuerzos y atención frente a los obstáculos que representan los burócratas de alma que, con el pretexto del “realismo”, intentan desvirtuar ideas, anular iniciativas y hasta, en caso de haberlos, destruir sus beneficios auténticos haciéndolas parte del capitalismo. Sin duda que hay muchas más opciones que esperan ser visitadas, pero lo hecho hasta ahora basta para saber que se puede.
La palabra autogestión encierra un objetivo inherente al anarquismo, pero hoy el estatismo la ha reducido a una normativa de cooperación domesticada, desvirtuada, pervertida, deformada, sin que haya ninguna concesión real de poder en la elección de las metas, ni en la conducción autónoma a través de los caminos que el colectivo decida seguir para el logro de sus objetivos, ni siquiera en la administración independiente de los recursos a gestionar. Así como se proclama “democracia participativa” al régimen en que unos pocos deciden y luego participan a los demás lo que tienen que hacer, la autogestión tal como la pregona el Estado consiste demasiadas veces en que muchos consiguen los recursos y unos pocos deciden qué hacer con ellos, si no se los quedan amparados por el mismo Estado que se los proporcionó como contribución al desprestigio del ideal igualitario. Sin duda que en esto también convergen muchos trabajadores sin ver, como decía la poetisa, que son ocasión de lo mismo que culpan. Sin embargo, el espíritu de autonomía que va con la autogestión consecuente es una de las aspiraciones anarquistas, que la promueve en todos los órdenes.
Término que no es frontera...
Siendo un aspecto tan significativo de la propuesta ácrata, dejamos al lector la recomendación de profundizar en el conocimiento de la práctica de la autogestión libertaria, para lo cual, aparte de las referencias ya indicadas, sugerimos: la abundante bibliografía sobre las experiencias de la Revolución española, donde destacan los trabajos de Mintz (1977), Bernecker (1982), Souchy y Folgare (1977), y Cano y Viadiú (s/f); el completo volumen de Volin (1977) sobre la revolución campesina de Ucrania en 1917; el resumen de la Tesis de Maestría de Alejandra León Cedeño (2000); lo apuntado en diversos trabajos de la compilación de Iturraspe (1986); y la amplia documentación disponible en la página web de la Ecocomunidad del Sur (www.ecocomunidad.org.uy), de particular interés por tratarse de un colectivo que viene reflexionando desde la base de su propia vivencia autogestionaria iniciada en la década de 1950.
0 comentarios:
Publicar un comentario